viernes, 13 de abril de 2012

Lecciones del Titanic

La tragedia del Titanic fue toda una metáfora del pasado siglo XX. Ahora, con la cosa del centenario, vale la pena intentar extraer alguna lección de aquella catástrofe que tiene mucho de simbólica. El buque que fuera considerado como insumergible, el mayor y más opulento de su tiempo, el triunfo de la tecnología de su época, no pasó del viaje inaugural. En la investigación posterior se puso de manifiesto toda una serie de errores perfectamente evitables y que la dotación de balsas y chalecos salvavidas no cubría ni a la mitad del pasaje. Esto era consecuencia, en el fondo, de un exceso de confianza en el poder ilimitado de la técnica. Una confianza que se remonta a la Revolución Industrial y que a lo largo del siglo siguiente producirá un torbellinos de cambios sin parangón en la historia de la humanidad. La forma en la que el Titanic se fue a pique en las gélidas aguas del Atlántico Norte produjo una oleada de incredulidad primero y una profunda consternación después. Y no solo por la muerte de 1.500 personas sino porque, además, la mayoría de las víctimas fueron de la tercera clase. Como siempre, el valor de la vida humana se mide por el nivel de la cuenta bancaria.
El Titanic es claramente un símbolo, una Torre de Babel de nuestro tiempo, el preludio de la I Guerra Mundial. Como hace un siglo, la humanidad se encamina despreocupadamente hacia un extenso campo de iceberg. Pese a que los informes sobre los avistamientos de peligrosos hielos flotantes, en forma de cambio climático, agotamiento de los recursos, crisis energética, presión demográfica, etc, se suceden continuamente la tripulación sigue descansando y el pasaje entregado a una alegre fiesta (al menos los que pueden hacerlo). “Nada puede pasar” -sigue pensando la mayoría. A los pelmazos que insisten sobre los peligros inminentes se les tacha de agoreros, de desconocedores de los mecanismos que rigen en el mundo de la economía o del poder salvífico de la tecnología. Más o menos como entonces. Nuestro Titanic particular, nuestro mundo, se dirige raudo e inexorablemente hacia su colapso. No hace falta ser miembro de una secta apocalíptica para llegar a esta conclusión, no es necesario repartir folletos con las siete plagas bíblicas en la portada. Basta con echarle un vistazo a cualquier boletín de índices macroeconómicos o a una de esas publicaciones anuales sobre el estado del mundo. A estas alturas el Capitán Smith anda borracho y el segundo oficial ha saltado por la borda. El dueño de la naviera solo quiere más velocidad y que gire la ruleta en el casino de abordo. Que en las cubiertas inferiores, donde malvive la mayoría del pasaje sin un céntimo extra, no llegue siquiera el aire no parece preocuparle a nadie. El barco está para dar beneficios a sus propietarios, todo lo demás sobra. En este mar helado y lleno de obstáculos nuestra capacidad para meter la pata no tiene límites.
Así las cosas, vamos de hundimiento en hundimiento. Un ejemplo reciente de esto, de otro Titanic más que añadir a la cuenta, fue el desastre de la central nuclear de Fukushima en Japón. Una central nuclear que no pudo sortear un iceberg en forma de maremoto y que dejará graves secuelas en el país durante décadas. Otro Titanic es también el actual modelo social y económico que arrastrará al fondo del mar a toda la tercera clase de nuestros días, esto es, a los millones de trabajadores que perecerán mientras los magnates de la primera clase se disponen a contemplar el espectáculo con un buen Don Perignon en la mano. Si el ser humano se condujera con un poco de cordura dejaría de jugar con fuego, se aseguraría de añadir una velocidad de seguridad al barco que le permitiera maniobrar adecuadamente, se preocuparía de disponer de suficientes botes salvavidas para todo el mundo y, sobre todo, huiría del lujo y de la opulencia, que solo llevan a la complacencia y al autoengaño. Y si, además, usara de esa cosa llamada 'inteligencia' se pondría manos a la obra en el complicado proceso de revisar el diseño del barco, detectando fisuras y errores de construcción -que los hubo y que los hay- para asegurar un mínimo de flotabilidad. Pero eso, seguramente, es pedir demasiado. Mientras, la orquesta sigue tocando.

1 comentario:

  1. Me ha gustado el concepto de la metáfora. Una civilización más que se hunde, una de tantas pero con la todavía fortuna de podernos comunicar las nuevas entre nos con máyor facilidad y por ende... a lo mejor afloran soluciones que en otros hundimientos no pudieron aflorar. ¿Quien dijo optimista? ;) ¿Será cierto eso que mal de muchos....?

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