La izquierda ha llegado, por fin,
a la conclusión de que, como en todos los ámbitos de la vida humana, la
política también es una cosa emocional. Reconozco que a uno, de igual modo, le
ha costado aceptarlo. Sobre todo porque hasta hace nada estaba convencido de
que los datos, las estadísticas, los hechos hablaban por sí mismos y que para
eso bastaba oído y un poco de entendederas. La izquierda siempre pensó que la
revolución era una cuestión de toma de conciencia (racional) de la realidad por
parte de las clases oprimidas. Sabiendo que eso era un peligro para el orden
establecido, las oligarquías planetarias desarrollaron en las últimas décadas
el mayor sistema de alienación de masas conocido. Qué va a ser más importante:
¿la próxima expulsión de Gran Hermano o el hecho de que, como acaba de anunciar
Oxfam, el uno por ciento de la población concentre más riqueza que la mayor
parte de la humanidad entera? ¿Acaso llama más a la movilización la constatación
de que vivimos en un sistema de robo y corrupción generalizada o la antesala de
un Madrid-Barça? Ante este estado de cosas la nueva generación de izquierdosos
postmodernos, con muy buen tino, pone el acento en las rastas y coletas, las
proclamas que apelan a los sentimientos, la asistencia a programas de televisión
que horrorizarían a los antiguos y adustos patriarcas de los partidos clásicos,
buscan elementos de rebeldía e identificación, se reúnen en plazas y corean
consignas, viejas y nuevas, tuitean a
mansalva con el efecto buscado de generar estados de ánimo y de opinión, ponen
en valor a personas que hasta hace poco ni hubieran pensado que podrían estar
representando a innumerables conciudadanos. Al mismo tiempo, sueltan encima de
la mesa medidas y demandas que chocan de frente con las políticas neoliberales,
atacan al sistema de privilegio de las castas dominantes y realizan gestos y
acciones con una enorme carga simbólica. A esto unos lo llaman populismo y en
realidad es política emocional. Lo que pasa es que las emociones también deben
manejarse con tino y mesura, so pena de generar saturación y desbordamiento y,
a la postre, anulación del efecto que se buscaba. La consecuencia, en todo
caso, se refleja en la posibilidad, por primera vez desde tiempos inmemoriales,
de activar políticas transformadoras, en dar voz a los sin voz y en poner cerco
al sistema de latrocinio generalizado que lleva echando humo desde los tiempos
en que el viejo dictador pescaba salmón. Hay que seguir muy atentos la jugada,
sí señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario