sábado, 20 de febrero de 2016

El intenso eco de Umberto Eco


Umberto Eco era casi como el pan nuestro de cada día, una figura, de alguna manera, siempre presente en el crecimiento intelectual de muchísima gente. Mi primer contacto con su obra no fue en relación a su reconocidísima dimensión como semiótico, sino a sus trabajo sobre el psicoanálisis y la estética, dos cosas que en mis años universitarios me interesaban sobremanera. Y como estudiante, ¿quién no se empapó su “Cómo se hace una tesis”? Aunque solo fuese por eso la influencia de Eco en el alumnado universitario ya habría sido notable. Además, nos legó un concepto dialéctico que hizo furor en su día a la hora de acercarnos a la crítica de la cultura occidental y que sigue siendo una referencia ineludible: “Apocalípticos e integrados” (y por supuesto, dado que había que posicionarse, ya desde entonces me reconocí como apocalíptico, faltaría más). Precisamente, su condición de crítico cultural, en su más amplia acepción, y su carácter casi enciclopédico, dotaban a Eco de una autoritas indiscutible. En sus últimos años, innumerables lectores suyos disfrutamos y nos reconocimos en su activismo a la hora de defender una idea de la Cultura alejada de la chabacanería rampante y de la estupidización muchas veces inherente al triunfo arrollador de la tecnología de la información. Su defensa del libro de papel y su condición de bibliófilo irredento (llegó a atesorar una valiosísima biblioteca de más de 80.000 ejemplares) representaba para algunos algo similar al Faro de Alejandría. Como novelista poco se puede añadir, dada que fue su faceta más conocida y popular. Yo fui de los que me acerqué al “Nombre de la rosa” primero por la película dirigida por Jean-Jacques Annaud, he de reconocerlo. Y, después de adentrarme en el libro, hay que admitir que estamos antes esos escasos episodios en el que es tan magistral la adaptación cinematográfica como la novela original. Sin embargo, confieso que no pude terminar “El péndulo de Foucault”. Me pareció que pecaba de un exceso de erudición que terminaba por sepultar a la novela. Tengo a medias “El cementerio de Praga”, en cola de lectura “Baudolino” y mucho interés por “Número Cero”. Como no podía ser de otra forma, un medievalista como Umberto Eco tenía que encontrar muchas concomitancias con el carácter de nuestro tiempo, cuestión esta que me interesa también enormemente. Con todo, si hay un libro cuya lectura me ha producido más placer en los últimos años ha sido “Nadie acabará con los libros”, un texto a modo de conversación con otro de los grandes intelectuales de nuestro tiempo, Jean Claude Carriere. En este género singular (igual que hiciera con el cardenal Carlo María Martini en “¿En qué creen los que no creen?”) Eco se desenvuelve con una acreditada solvencia, como el filósofo ilustrado que siempre fue. Y con el libro como pretexto termina, a mi juicio, haciéndonos partícipes de una especie de legado intelectual: el de ser testigos y filtros de lo mejor de nuestra cultura en trance de desaparición. Es una lástima que ya no podamos estar al quite de la última de las aventuras intelectuales del escritor turinés, de sus innumerables inquietudes, de su presencia mediática, mesurada y radical al mismo tiempo. A cambio, nos deja una vasta obra en la que queda tela que cortar. El eco de Eco resonará todavía durante mucho tiempo.

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